En el verano de ese año recorrí las calles de una ciudad devastada: hoteles desiertos, caminos volados, barricadas con autos, retenes militares y cicatrices de balas en fachadas de edificios; autos y aceras rociadas con plomo.
Los niños jugaban “a las emboscadas” en un parque repleto de tumbas improvisadas.
Era Sarajevo, la castigada ciudad de un país que quería llamarse Bosnia.
Hoy uno de los autores intelectuales de aquellas terroríficas imágenes ha sido detenido. Su nombre, Radovan Karadzic, responsable de una de las peores matanzas desde la Segunda Guerra Mundial: más de 100 mil personas. La mayoría civiles.
Sólo para entender, imaginemos, que el DF es sitiado en sus cuatro polos por un ejército que era parte de la República.
En el frente norte, apostados a un costado de Insurgentes una cantidad innumerable de francotiradores juega tiro al blanco con la gente que intenta cruzar.
Aquello no era una guerra convencional, había sólo un ejército masacrando civiles. Del otro lado, se defendieron primero con la policía local; luego los civiles aprendieron a tirar y así, durante tres años. El ejército serbio nunca tomó la plaza; su intención no era vencer al enemigo sino eliminarlo… uno a uno.
Al final no les dio tiempo, pero esa era la idea. Fui a Sarajevo para fotografíar la ruina de una ciudad hermosa, en medio de los Balcanes. Recuerdo cómo Rafael Ocampo, compañero periodista, me llevó hasta Ancona y ahí crucé en barco a Croacia con la esperanza de internarme en la ciudad.
Yo vivía con una familia rusa. Me acuerdo de su hija, una chica de unos 25 años, con la que nunca pude comunicarme. Cada mañana me tenía un huevo cocido para desayunar, lo cual sólo era posible para un extranjero que pagaba en marcos a precios del Marriot.
Cuando tomé esta foto que hoy se publica, (en el Home de este sitio) llevaba unos días en Sarajevo y me encontré a estos niños a quienes tomé agazapados sin que se enteraran.
Regresé a la casa de esa familia con una granada que no había estallado en mi chaleco Domkie. No podía dormir, la tenía debajo de la cama y pensaba: “estoy loco, estoy en una ciudad destruida, en medio de un conflicto civil-militar, con una granada virgen debajo de mi almohada y si estalla, mataré a toda esta familia”.
¿Qué podía hacer? Los niños me la habían dado y porque jugaban con ella, decidí llevármela. Si yo me deshacía del explosivo y volaba una calle, sería acusado de terrorista. Imposible dormir.
En la madrugada, con los primeros rezos de la mezquita, salí con la intención de deshacerme de la bomba. Caminé y caminé, “en el parque no, en la banqueta tampoco”, pensaba. Encontré un edificio abandonado y ahí la dejé. Regresé a la casa y ya me tenían listo mi huevo cocido. 10 años después.
Pero al final el monstruo Karadzic dormirá en una celda y será juzgado.