Castellanos 50
Ulises Castellanos: el fotógrafo y la historia
Por Edgardo Bermejo Mora
En la vida, la obra y la trayectoria profesional de Ulises Castellanos se advierten, delatoras, las costuras del tiempo. Su trabajo es más un almanaque memorioso que un mapa visual. Es su obra –y yo diría, su biografía– un registro de la historia reciente del mundo y del país reordenado en un cúmulo de fechas y de imágenes certeras y elocuentes, viñetas a color y en blanco negro que resuman la belleza atroz de una verdad.
La fotografía como instrumento ordenador del tiempo, la imagen al servicio de la memoria, la vocación periodística como brega incesante contra el olvido. En cada imagen, en cada viaje, en cada encomienda profesional, vida e historia empatan, dialogan, se entrecruzan. Si la historia es la hazaña por reinventar y descifrar al tiempo transcurrido, la crónica del fotógrafo que se desgrana en imágenes aparece como la forma dilatada de un tiempo que no se entiende: se mira.
Observar al tiempo, tal es la ardua tarea del ejercicio de la fotografía que colinda con el pensamiento filosófico y con el temperamento artístico. El fotógrafo es filósofo porque explica, desafía y deconstruye la realidad a través de la mirada; pero es también poeta, porque ensaya, no con la palabra sino con la imagen, las múltiples formas en que el instante y la eternidad se conjugan, hasta ampliar los horizontes de nuestro entendimiento, hasta alterar el tablero cartesiano de nuestra sensibilidad. Miro, luego, existo.
La fotografía es pues una forma radical del lenguaje y de la razón, y es también un viaje: la travesía del ojo, el arte de mirar. Al viaje de Ulises Castellanos por las geografías de la imagen lo definen algunas fechas emblemáticas, tanto para él, como para el mundo al que le ha tocado retratar. 1968, al mismo tiempo el año de su nacimiento y la cifra de cuatro dígitos que se impone en el imaginario generacional. Somos, los contemporáneos de Ulises, hijos testarudos del 68: con sus desgarraduras y sus tránsitos, con las Olimpiadas y las movilizaciones y la sangre, señales simultáneas de alarma y de transformación.
Cumple en 2018 el fotógrafo media centuria, como lo cumple también un país que de 1968 a la fecha se reconstruye sobre las ruinas, y el oprobio, y las esperanzas cercenadas una tarde de octubre en Tlatelolco. 1985, el año del terremoto, la historia que se registra a través de los escombros y el estropicio.
El sismo del 19 de septiembre, la solidaridad a la que convoca y que edifica incipientes e insumisas ciudadanías, es también el momento trágico en el que se define su vocación profesional, un rito de paso cumplido entre edificios colapsados cuando apenas había alcanzado la mayoría de edad.
La conjugación de otras dos fechas serán la siguiente estación en el periplo de construirse una identidad, una vocación y una convicción: 1986, el año de las movilizaciones y de la huelga del Consejo Estudiantil Universitario en la UNAM; y 1988, cuando la contienda presidencial devino revuelta y celebración.
El movimiento del CEU y la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas, dos representaciones de la democracia mexicana en transición, se adhieren de inmediato al ojo del fotógrafo en ciernes que registra las escenas con un asombro juvenil. 1989 es la otra marca generacional.
Con la caída del muro de Berlín y el colapso soviético se cayeron también referentes y paradigmas en una suerte de orfandad ideológica, que en su momento el fotógrafo joven habría de traducir al lenguaje de la luz que es la fotografía, lo cual incluye una visita temprana a la nueva Berlín reunificada.
Tras los años de formación universitaria y las primeras incursiones en el mundo del periodismo gráfico, irrumpe el año aciago de 1994 como un punto axial en su carrera. Al joven fotógrafo, ya profesional, le tocara la pesada tarea de cargar con una y varias cámaras para asistir al carnaval mexicano en los albores del TLC.
La revuelta zapatista, la entronización del subcomandante encapuchado en el imaginario mundial, el asesinato de Colosio; la detención del hermano del expresidente Salinas; y la crisis económica del 95, son acontecimientos que lo lanzan a la calle y le atemperan el pulso y la mirada. Algunas de sus primeras portadas en los medios mexicanos son de ese tiempo, y revelan una temprana destreza para leer en clave icónica –e irónica– los horrores y las glorias del exotismo mexicano en el umbral de un nuevo siglo.
La última década del siglo XX transcurre para el joven fotógrafo entre el río desbordado de los acontecimientos finiseculares, y las incontables horas de trabajo acumuladas en la sala de redacción del semanario Proceso, donde se forjó en todo sentido su segunda vocación: la edición periodística. Fueron años de formación cotidiana a la caza diaria de la gran ballena blanca de la información, a bordo de esa legendaria embarcación conducida por Julio Scherer, el Capitán Ajab de la prensa mexicana.
Llegamos entonces al 2001, cuando el ataque al WTC de Nueva York anuncia un nuevo milenio de odios culturales, fanatismos de diverso signo y violencia. Las altas torres cosmopolitas que sucumben entre el fuego y el polvo, como la bíblica Babel fulminada por el odio de Dios, representan en la carrera de Ulises Castellanos la puerta de entrada a la zona más ardua de su vocación: la de corresponsal de guerra, el crónica gráfico de un mundo que balbucea el estridente lenguaje de la violencia, la intolerancia y la destrucción, en la antesala de la revolución digital y la aldea global conectada por Internet.
Con todo estas fechas como referentes de una fotógrafo y su trayectoria profesional, lo que le ha ocurrido a su obra en las primeras dos décadas del nuevo siglo no es más que la combinación incesante de sus visitas a los múltiples territorios donde radica su trabajo: de las salas de redacción, al registro de viaje como crónica del presente, del trabajo de campo como reportero gráfico, a la foto de mayor aliento trabajada en el estudio, la foto con temperamento estético de quien ensaya con la mirada lo que el escritor intenta con la prosa: repensar la realidad.
El aula universitaria y el despacho del emprendedor cultural, a través de su empresa Círculo Rojo, son otros tantos territorios profesionales incorporados a su mapa en estos años de múltiples transiciones y cambios en la vida, uno de ellos, por cierto, muy significativo: el tránsito de la fotografía analógica a la digital, que para Ulises Castellanos se cumplió antes de concluir la primera década del nuevo siglo.
Podemos entonces resumir su trabajo como un permanente cruce de fronteras, y así también podríamos definir su temperamento creativo, a medio camino entre el foto periodismo, en su sentido más estricto, y la fotografía de autor, esto es, aquella que propone una narrativa y una estética propia, que no sólo busca el registro de la realidad sino que la reinventa –y al hacerlo– entra modificada a nuestros ojos, convertida en algo particular: en arte.