Ver para Otros
Por Vicente Leñero
Viajar es como irse de pinta por la vida. Meter lo indispensable en la maleta y buscar otros mundos para ver si con eso se descubren los rostros de la gente, el perfil de lo nuevo o de lo viejo, al aire de las calles extranjeras, el resollar del tiempo, todo eso: lo igual o lo distinto, lo que sorprende a quien viene de por acá, decimos. Se viaja para aliviar el trajín de la chamba y serenar los nervios. Se viaja para viajar, que es un poco ansia impostergable de escapar de lo mismo.
Pero cuando uno es fotógrafo o periodista, o reportero fotógrafo. Y éste es el caso, el viaje adquiere el temblor y la magia de ver para los otros. La mochila en el hombro no trae cambios de ropa ni souvenirs. Va cargada de chunches de oficio, de lentes, de filtros y de rollos, cuando de pronto ocurre la visión, el acto, y la cámara erguida se convierte en un músculo, un corazón latiendo al enchufarse al rostro tenso y urgido por disparar. Apunten. Fuego.
Se trata ciertamente de eso: de atrapar el instante como pieza de caza, de inventarlo. De registrar en trozos de segundo lo que la cámara ve, que no el fotógrafo, porque la cámara siempre se anticipa a desmentir el intento del ojo. Tiempo después, cuando se tiene el papel el registro de clics, el informe completo de la tarea de tomas, el fotógrafo sabe solamente hay una, la mejor –sin remedio la única–, que se elige entre todas para decir: es ésta la que cumple de veras la misión de frenar esa fracción de vida.
Porque el gesto del viejo se frunció al sonreír. Porque surgió ese brillo en el encuadre. Porque un muro, una piedra, o una brizna de tiempo se detuvo en el aire. La realidad más real hace la buena imagen, y eso nadie lo sabe de antemano, ni siquiera el fotógrafo de oficio hasta no ver de frente lo obtenido. Es un misterio siempre. Se antoja hasta un milagro; al menos así les parecía a los abuelos cuando nació este arte que empezó magullando a los pintores del estricto realismo.
Pero no se distraigan. Estamos tratando de decir lo que sabe encontrar en sus viajes el reportero-fotógrafo, y queríamos aludir en especial a Ulises Castellanos, cuyas fotos conforman esta muestra. Son de gente de allá y de más allá: de México, de la Habana, de Sarajevo, de Jordania, de Pakistán y de Nueva York. Como si hubiera querido celebrar su nombre al Ulises de Homero, a punta de viajar y de viajar se hizo fotógrafo en serio. Ulises Castellanos. No para ver paisajes ni registrar las playas al filo de una puesta de sol, no para urdir imágenes morosas ni para ser testigos de viejos monumentos o personajes célebres. Su cámara se apunta a los contrastes, a lo que duele o implica ironía, a lo que vale la pena compartir con usted, que resbala por fotos y más fotos como en un tobogán hasta el detalle íntimo del otro. De no ser por excepción.
Porque así lo demanda la fina sugerencia de una calle en La Habana o de un montaraz hacinamiento de casas en Marruecos; la gente, las personas exactas –éste o aquél– son los nudos centrales de sus tomas. Los niños, las mujeres, los viejos, los humildes. Pero siempre ligados a su entorno, porque el entorno tiene para Ulises el valor de un discurso periodístico.
El material de Sarajevo es dominante en su odisea de fotos. A Yugoslavia han ido montonal de colegas, pero él supo encontrar en las pausas de calma el dolor y las huellas del desastre. Ahí: las inscripciones de un techo de autobús donde una pareja en diagonal sugiere la ternura. Ahí: el hueco miserable de lo que fue un balcón mirando la cuidad sobreviviente desde el punto de vista de una figura en sombras.
Ahí: ese chamaco rubio trepado no sé donde y escondida en la espalda una arma que sería juguete si no fuera por el índice apretado al gatillo: una foto espantosa de lo buena que es. Hay más niños en esta colección insuficiente. Los chiquillos de Fez: coreografía de piernas levantadas contra el muro rugoso que remata en la puerta, por supuesto cerrada. Los pobres de Medellín, que luego de interrumpir su juego al papalote y de posar para la historia enhiestan su dedo obsceno para ilustrar a todos.
En Sarajevo otra vez: más niños asomados al balcón de un edificio cacarizo a fuerza de metralla, y la joven pareja, amándose a susurros junto al inmenso muro de un caserón insólito a punto del derrumbe; tal vez la foto –ésta– más bella en su elocuencia de todas las que Ulises Castellanos eligió para montar su muestra.
Aunque hay otras notables por su composición: la del viejito marroquí del gorro; la del flamante pero antiguo automóvil con le negro de blanco; la del cartel rompecabezas –también hecha en La Habana–, con el Sagrado Corazón a tiempo de recobrar su efigie para observar con celestial tristeza –miren bien sus ojos– la llegada del Papa. Y otro cartel colgado de cabeza, en peligro de ser atropellado por el ciclista, en Viena. Y el chelista del metro de París. Y los amantes frente al Partenón de Atenas. Siete ciudades en una sola probadita. Siete viajes de Ulises el viajero fotógrafo, el voyeur de la cámara a mano y la mochila al hombro escudriñando vidas y paisajes humanos. Tomándole el pulso a un puñado de gentes. Compartiendo la magia de su oficio. Sólo una probadita.
Texto de Vicente Leñero para el suplemento especial de fotografía editado por el diario La Jornada en 1999.